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Identidades y racismo


Juan David Latorre Zapata

Pensar que el racismo es cosa de tiempos míticos es permitir que esas acciones violentas se sigan reproduciendo, básicamente porque se hace invisible una realidad. Por eso la negación de la violencia racial, de la que son víctimas las poblaciones afrocolombianas, indígenas y ROM, no puede seguirse permitiendo dentro de nuestra sociedad. En este sentido, las administraciones locales tienen el deber de proteger la diversidad étnica del país y hacer respetar dichas heterogeneidades.

No es posible que en nuestro municipio algunas instituciones educativas aseguren que los actos de matoneo sobre estudiantes afrocolombianos, ridiculizando sus tradiciones culturales y otros elementos, sean considerados “hechos aislados”. Quisiera recordar que el racismo, como lo afirmó el líder afrocolombiano Juan de Dios Mosquera, también está cuando se diferencia lo igual y se iguala lo diferente. Por este motivo el matoneo a las poblaciones afrocolombianas que hemos denunciado insistentemente no puede ser pensado como simple bullying.

La violencia cultural ronda todos los espacios de la sociedad, principalmente porque históricamente se ha impuesto un modelo cultural por encima de los demás. Por ejemplo, las prácticas de las comunidades indígenas y afrocolombianas son tachadas de salvajes, incultas e incivilizadas (y un largo etcétera de adjetivos despectivos y violentos), por lo que nuestra sociedad trata a cada momento de “educarlas”, sin comprender que estas formas culturales son válidas, legítimas y que tienen historia.

Ahora bien, no se trata de afirmar que la sociedad colombiana respeta la diversidad por el simple hecho de invitarlos a que salgan disfrazados a eventos públicos, porque de entrada esto pretende exotizarlos y volverlos un objeto para ser mostrado. La verdadera inclusión de las comunidades étnicamente diferenciadas se logra cuando reconozcamos que tenemos tres herencias dentro de nuestra identidad nacional: una indígena, una africana y una europea. En todos los centros educativos se deben ensañar otras tradiciones culturales y no avergonzarnos de lo propio. Insto a los profesores y profesoras a que tengan dentro de sus cursos textos escritos por afrocolombianos, indígenas y ROM.

Finalmente es importante que no neguemos nuestras raíces, de lo contrario caeríamos en lo que el maestro Fernando González en 1936 definió como complejo de hijo de puta: “Nos avergonzamos del indio y del negro; el suramericano tiene vergüenza de sus padres, de sus instintos. De ahí que todo lo tengamos torcido, como bregando por ocultarse, y que aparentemos las maneras europeas […] Hijo de puta es aquél que se avergüenza de lo suyo. Por aquí me han llamado grosero porque uso esta palabra, pero la causa está en que mis compatriotas son como el rey negro que se enojó porque no lo habían pintado blanco”.

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