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Editorial. Edición impresa Nº28


Editorial

La reciente visita al Quindío de Rodrigo Londoño Echeverri, candidato a la presidencia por la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, partido político que surgió de la desmovilización de los guerrilleros de las FARC, y la forma como fue saboteada su gira, en especial en Armenia y Quimbaya; es una muestra más, del alto grado de intolerancia social inducida, y del peligroso camino que parecen decididos a seguir, quienes se oponen a la construcción real de la paz.

Es cierto, que las más de cinco décadas de confrontación armada, y su espiral de barbarie y degradación, nos dejaron cientos de miles de muertos, mutilados, desaparecidos, viudas, huérfanos, familias destrozadas, millones de desplazados, poblaciones y veredas arrasadas, dolor, desolación, desesperanza e impotencia. La guerra, como decía Martín Lutero, “es la más grande plaga que azota a la humanidad; destruye la religión, destruye naciones, destruye familias. Es el peor de los males”.

Es cierto además, que de una u otra forma, en algún grado, todos los colombianos, la sociedad entera, ha sido víctima de esta guerra; que el dolor individual y colectivo causado por tantas laceraciones aún esta latente; que persiste la desconfianza y que hay aún rabia en muchas corazones.

No menos cierto es, que el acuerdo alcanzado entre guerrilleros y gobierno, no obstante haber sido respaldado y catalogado por la comunidad internacional como uno de los más completos, posee imperfecciones y vacíos, y que su firma no constituye, en sí misma, el disfrute inmediato de la paz.

Es verdad que, aunque las FARC dejaron las armas y se acogieron a las reglas de la democracia, a cambio que se les permitiera hacer política, crear su propio partido e ir a elecciones; la candidatura a la presidencia de su jefe máximo Rodrigo Londoño Echeverri, sin representar amenaza alguna para el establecimiento, resulta de muy difícil digestión para el grueso de los colombianos.

Pero esas no son las únicas verdades. También es verdad que gracias a ese acuerdo imperfecto, la guerra entre el gobierno colombiano y las FARC terminó. Que los guerrilleros se desmovilizaron, que entregaron sus armas a la ONU, que le están pidiendo perdón a las víctimas, que han manifestado su voluntad de repararlas y de acogerse a la justicia acordada.

Es verdad su reincorporación a la vida civil, a pesar de los incumplimientos y la lentitud del gobierno en la implementación de lo pactado y de las zancadillas de los obstinados en hacer trisas la palabra empeñada por la institucionalidad.

También es verdad, que ese proceso de implementación de lo acordado, que no es otra cosa que el cimiento mismo sobre el que se puede empezar a edificar la verdadera paz, quedó inmerso, por desgracia, en el pantanoso terreno de la campaña electoral, donde oportunistas de todos los pelajes pretenden hacer, de su boicot, el salvavidas que los mantenga a flote para seguir lanzando su grito de guerra, que tantos dividendos económicos y políticos les ha generado.

Es hora ya, de que “Juan Pueblo”, en medio de su hastío por tanta corrupción y cinismo de los que lo han mal gobernado por más de 200 años; cansado ya de seguir cabalgando en su miseria, que fue lo que heredó y es lo que le heredará a sus hijos; abrumado por tanta sangre que ha visto correr de lado y lado; se atreva a cambiar de gobernantes, a buscar nuevos caminos, a construir el futuro que merece, uno donde haya esperanza para sus hijos, un futuro más humano.

A quienes insisten en promover el odio y la venganza desde la comodidad de sus fortunas, que la guerra les genera, es hora de decirles ¡Basta Ya!

Es hora ya de levantar la voz, pero en las urnas, votando; y así recordarle a los heraldos de la muerte, una verdad sabida, y sentenciada por el gran Jean Paul Sartre: "Cuando los ricos se hacen la guerra, son los pobres los que mueren."


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