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  • Periódico Generación 100
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Populismo sancochero

Populismo sancochero

Edición impresa Nº 27  

Diciembre/2017

Juan David Latorre Zapata

Diciembre es sin lugar a dudas, uno de los campos de lucha por el poder y la visibilidad, más ambicionado por los politiqueros, leguleyos, lagartos y un largo etcétera de calificativos para estas nobles personas que quieren de corazón aumentar caudal electoral. Es una lástima que la Navidad y las fiestas decembrinas sean usurpadas por el interés individual y se conviertan en la tela de fondo donde los sonados candidatos, a lo que sea, hacen sus mejores esfuerzos por sonreír y posar junto a los niños o las familias que se vean más necesitadas. 

Este patético escenario, en el que las necesidades de las personas son puestas como principal adorno, se construye o mantiene año tras año con un abandono parcial por parte de los gobiernos. Y digo parcial, básicamente, porque durante todo el año, en las fechas más representativas, los gobernantes hacen presencia en las comunidades con uno de los despliegues institucionales más complicado de toda administración: una sancochada.  Mediante este ritual institucional los administradores se encuentran con las personas, alrededor de la comida, para compartir las eternas palabras que repiten las mismas necesidades sin resolver, que han sido presentadas desde tiempos míticos.

Bajo este populismo sancochero los gobernantes muestran sus mejores dotes administrando los recursos públicos y los candidatos proyectan sus fantásticas obras que en nada se desvían de las de sus amigos electos. Estas políticas populistas, inspiradas en el carisma y carentes de acciones transformadoras de la realidad, abundan en nuestro medio y se convierten en el mejor indicador de lo que los descendientes de esos políticos podrán hacer, en otras palabras, más sancochos.

Finalmente, resulta muy crítico que las metas de nuestros gobernantes estén inspiradas en mantener sumidos en la pobreza a ciertos sectores “populares”, evidentemente lo que se busca con este acto tan denigrante es poder seguir teniendo lugares a los cuales llegar en campaña y aprovechar las profundas necesidades de la comunidad como tema de conversación en las sancochadas. Los barrios donde se harán las reuniones masivas, donde se rifaran los electrodomésticos, donde se repartirán juguetes y demás, seguirán siendo los mismos, puestos que la estrategia no ha cambiado y los cambios estructurales no son importantes. Por lo menos, debieran transformar la forma de hacer su política, así sea cambiando el sancocho por frijoladas.

Politica social: las otras voces

Política social: las otras voces

Edición impresa Nº 26  

Noviembre/2017

Juan David Latorre Zapata

Un componente fundamental dentro de una política pensada dese lo social es, sin lugar a dudas, la consideración de la memoria colectiva y la interlocución de todas las voces. Históricamente los grupos que hegemónicamente han gobernado el municipio presentan una idea de civismo construida desde la exaltación de sus propios hechos; sin embargo, los otros, que desde la periferia han logrado mover el supuesto progreso del municipio, son olvidados y en silencio se van llevando las narrativas de una Quimbaya más carnal y menos idealizada.

Ahora, desde la política social de la nueva administración ha existido una emergencia de diversas voces en distintos lugares: desde doña Carmen en la galería, pasando por Flor Alba en los jardines del pueblo hasta el interesante proceso de recuperación de la memoria histórica través de la fotografía, llevado a cabo en la biblioteca pública y liderado por Hernando Alberto en compañía de Jaider, don Henry y todo el equipo de apoyo y voluntariado. El reto es grande y se debe hacer mucho más por reconocer en Quimbaya el hogar de todos y todas, quizá la empresa de mayor complejidad será el reconocimiento del “habitante de calle” como un ciudadano que merece un trato especial acorde a sus propias lógicas de vida, puesto que en el imaginario colectivo se cree que son ciudadanos de otra categoría; ellos también tienen una historia que contar.

Después de un siglo de historia del municipio esta apertura al debate por una Quimbaya de todos y todas y para todos y todas representa un hito y pone de presente la inclusión y la participación como un primer paso a la cultura de la paz, además que fundamenta el ejercicio político en la realidad de los diferentes interlocutores y no en las ideas de pulcritud moral de las elites locales. Ahora, esperamos atentamente, la convocatoria para la construcción de la política pública de habitante de calle, proceso que ganamos ante los tribunales y que ahora no dejaremos pasar.

No más días de la raza

Edición impresa Nº 25 / Octubre/2017

Juan David Latorre Zapata

Vengo a decirte que te alistes para tu partida. Vendrá la gran nave en donde se confundirán todas las sangres. Estarán unidas aunque los separen las leguas y las cadenas. En mitad del mar nacerá el nuevo hijo del Muntu y en la nueva tierra será amamantado por la leche de madres desconocidas

Changó el gran putas.

Manuel Zapata Olivella

 

 

Esta historia la podemos empezar a contar desde el fatídico 12 de octubre de 1492 cuando un grupo de carabelas europeas tocaron suelo de lo que se llamará más adelante América, ese encuentro no fue en los mejores términos, puesto que se sentenciaba el comienzo de la dominación europea sobre los pueblos indígenas, sus territorios y sus saberes, por mencionar unas cuantas cosas. Para O’ Gorman no se trata del descubrimiento sino de la invención de América pero sin duda este hecho fue “El encubrimiento del Otro”, como diría Enrique Dussel.

Al poco tiempo, cuando los “indios” americanos se estaban agotando para trabajar en las minas y plantaciones se les ocurrió la gran idea de empezar el destierro de pueblos africanos. Todos revueltos como si fueran lo mismo, arrancados de su territorio, despojados de su existencia y convertidos en trabajadores. Ibos y Mandingas, Emberas y Tukanos, reducidos a un solo nombre, a una categoría cerrada basada en el color de la piel y el aspecto física: “negros” e “indios”. A los diversos pueblos, maneras de ver el mundo, les fueron negados sus dioses y orichas, sus saberes, su integridad como grupo.

Los africanos importados fueron marcados con la Carimba, el sello de hierro al rojo vivo. Este sello que fue inicialmente sobre la piel, también quedaría en la mente de ellos y sus descendientes. Marcados como “negros”, con toda la carga despectiva. La colonia nos puso en la base de la pirámide social y hoy, cinco siglos después, las estructuras coloniales europeas siguen entre nosotros, tanto, que todavía pensamos que las razas humanas existen y que hay unas mejores que otras.

Por eso,  celebrar un día como este, lo único que hace es reafirmar el poder de los colonos. ¡No más días de la “raza”! Deberíamos conmemorar el día de las identidades o de la resistencia indígena y africano-americana. Y la próxima vez que el gobierno (local o nacional) quiera tomar decisiones o decir “cosas” sobre estas poblaciones lo mejor es que las consulten primero.

No más días de la raza
Ancla 1

Identidades y racismo

Edición impresa Nº 24 / Septiembre/2017

Juan David Latorre Zapata

Pensar que el racismo es cosa de tiempos míticos es permitir que esas acciones violentas se sigan reproduciendo, básicamente porque se hace invisible una realidad. Por eso la negación de la violencia racial, de la que son víctimas las poblaciones afrocolombianas, indígenas y ROM, no puede seguirse permitiendo dentro de nuestra sociedad. En este sentido, las administraciones locales tienen el deber de proteger la diversidad étnica del país y hacer respetar dichas heterogeneidades.

No es posible que en nuestro municipio algunas instituciones educativas aseguren que los actos de matoneo sobre estudiantes afrocolombianos, ridiculizando sus tradiciones culturales y otros elementos, sean considerados “hechos aislados”. Quisiera recordar que el racismo, como lo afirmó el líder afrocolombiano Juan de Dios Mosquera, también está cuando se diferencia lo igual y se iguala lo diferente. Por este motivo el matoneo a las poblaciones afrocolombianas que hemos denunciado insistentemente no puede ser pensado como simple bullying.

La violencia cultural ronda todos los espacios de la sociedad, principalmente porque históricamente se ha impuesto un modelo cultural por encima de los demás. Por ejemplo, las prácticas de las comunidades indígenas y afrocolombianas son tachadas de salvajes, incultas e incivilizadas (y un largo etcétera de adjetivos despectivos y violentos), por lo que nuestra sociedad trata a cada momento de “educarlas”, sin comprender que estas formas culturales son válidas, legítimas y que tienen historia.

Ahora bien, no se trata de afirmar que la sociedad colombiana respeta la diversidad por el simple hecho de invitarlos a que salgan disfrazados a eventos públicos, porque de entrada esto pretende exotizarlos y volverlos un objeto para ser mostrado. La verdadera inclusión de las comunidades étnicamente diferenciadas se logra cuando reconozcamos que tenemos tres herencias dentro de nuestra identidad nacional: una indígena, una africana y una europea. En todos los centros educativos se deben ensañar otras tradiciones culturales y no avergonzarnos de lo propio. Insto a los profesores y profesoras a que tengan dentro de sus cursos textos escritos por afrocolombianos, indígenas y ROM. 

Finalmente es importante que no neguemos nuestras raíces, de lo contrario caeríamos en lo que el maestro Fernando González en 1936 definió como complejo de hijo de puta: “Nos avergonzamos del indio y del negro; el suramericano tiene vergüenza de sus padres, de sus instintos. De ahí que todo lo tengamos torcido, como bregando por ocultarse, y que aparentemos las maneras europeas […] Hijo de puta es aquél que se avergüenza de lo suyo. Por aquí me han llamado grosero porque uso esta palabra, pero la causa está en que mis compatriotas son como el rey negro que se enojó porque no lo habían pintado blanco”.

Del campo a la calle

Del Campo a la calle

Edición impresa Nº 22 / Julio

Juan David Latorre Zapata

La bonanza cafetera de la pasada centuria posibilitó la migración de personas de todo el país hacia estas tierras. Todo este capital humano fue el encargado de mover la economía nacional durante gran parte del siglo, tanto así, que entre los años 1910 y 1960 el café llegó a representar hasta el 80% del total de las exportaciones que se realizaban en el país. De todo este auge, los departamentos cafeteros lograron un amplio desarrollo en infraestructura y garantías estatales de las que carecen otras regiones. No obstante, dicho logro no fue posible sin el trabajo de cientos de miles de jornaleros del café, que grano a grano, aportaron a la construcción de nación.

Hoy muchos de esos jornaleros, con su rostro cansado por los años, se encuentran a la deriva en las calles del departamento; sin gloria por sus años de trabajo, enfermos y desamparados. Esta situación pone al descubierto el sistema de explotación agrario del país, donde los campesinos pierden el valor de sujetos y se transforman en simple fuerza de trabajo del sistema. Esta cosificación se evidencia en la falta de garantías sociales, en el acceso a la salud del trabajador y aún más, en la imposibilidad de acceder a pensiones dignas.

Solo ellos sabrán la causa real de su condición de habitar la calle. Pero sea cual sea la razón por la que hoy sobreviven bajo estas lógicas particulares, más que juzgarlos, es nuestro deber como miembros de una sociedad y más aún como beneficiarios directos de ese desarrollo que ellos generaron con sus propio sudor y trabajo, dignificar la vida de aquellos que se encuentran en condiciones de vulnerabilidad  y que hoy padecen  ese abandono en los andenes de los pueblos y ciudades del  departamento. No se trata de ocultar su presencia afirmando que gran parte de los que viven en la calle no son del municipio, pues, por un lado, niega a los migrantes campesinos que por años trabajaron la tierra y que por su edad avanzada ya no pueden hacerlo, y por el otro, exime el deber del Estado y de la sociedad de atender situaciones que vulneren la dignidad y la vida.

En tal sentido, la mejor forma de asumir nuestra responsabilidad como sociedad, es generando verdaderas oportunidades de vida, para lo cual se debe aterrizar esta realidad social, cultural, política, histórica y económica, en una política pública digna, que reconozca la variedad de personas que habitan la calle y que priorice a las personas en mayor estado de vulnerabilidad. Hasta ahora, lo único que han visto los adultos mayores habitantes de calle, ha sido el desprecio por parte del Estado mediante acciones que mantienen su marginalidad, como expulsarlos de los espacios públicos sin razón aparente.

De lo anterior se desprenden dos verdades: la explotación laboral que aún viven los trabajadores del campo y el casi nulo reconocimiento de sus derechos laborales por parte del gobierno y los patrones sumado al alto índice de desigualdad en la propiedad de la tierra que nos coloca en el quinto lugar a nivel continental, con un índice Gini de 0.85 en este aspecto. Tal concentración de la tierra además de ser el principal obstáculo de la sociedad colombiana para alcanzar un desarrollo verdadero, autónomo y sustentable, ha sido el combustible de las violencias que ha padecido el país por más de 50 años. Razones de sobra tienen los movimientos campesinos en levantar la consigna de: ¡La tierra para quien la trabaja!  

Segundo, la incapacidad y la dificultad para entender y reconocer las diferencias en los modos de vida de los otros. Vivimos buscando que el otro sea como yo, pero es evidente que la mayor riqueza del mundo es la diversidad. En este sentido, la violencia no puede justificar nuestra incomprensión de los fenómenos sociales del país, es hora de poner frente a estas situaciones y tomar determinaciones que dignifiquen la vida.

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